Algo parecido a llevar un mes atascada en la punta más alta
de una montaña rusa, con el miedo y la tensión metidos en el cuerpo, con un
nudo en el estómago y solo pensando en eso, como si el resto del mundo se
paralizase. Los minutos son horas, y aunque ves pasar los días, parece que
nunca va a llegar el momento en que la atracción vuelva a arrancar y bajes esa
cuesta hasta llegar a la placidez.
Llevo más o menos treinta días entre papeles y libros, con
los ojos inyectados en sangre de tanto rotulador fosforito (soy de las que no
discrepo a la hora de subrayar), invirtiendo aproximadamente cinco horas al día
en examinar el vuelo de las moscas, en imaginar mi vida perfecta, en dar paseos
por Babia o de excursión en Las Musarañas. Treinta días en los que todo cuanto
echaban en la tele me parecía super cautivador, por el único motivo de no poder
verlo.
También es muy típico de esta época lo de quedar para ir a
la biblioteca a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente avisar desde la
cama que mejor estudio en casa, que ahí fuera hace mucho frío y que me
concentro mejor en mi habitación (y si es con siesta cada tema y medio, mucho
mejor).
Sin embargo, no todo ha sido tan horrible. También he tenido
mis tardes de descansos eternos, mucho más amenos cuando hay estrés de por
medio, en los que se organizan mil y pico planes “para después de exámenes” que
luego pasan a mejor vida. O mis ratos de risas máximas mientras comparaba
apuntes con mis amigas y siempre había alguna lumbreras que le echaba creatividad al asunto inventándose media lección. Eh, y qué decir de
lo que rebosa el bolsillo el día treinta y uno tras un mes de clausura porque
no, salir no es gratis.
En fin, todo eso ya ha acabado, y ahora estoy aquí, sentada
en un eterno tren Madrid-Santander con la única pretensión de llegar a mi casa
y hacer el vago hasta que mi dignidad diga basta. Acostarme a las tres de la
mañana y levantarme a la una del mediodía, estilo de vida que mi padre ha
bautizado como “la vida del chon” (del cerdo, para los no cántabros).
Así pues, cierro los libros y, con ellos, aparco hasta junio
mi estudio sobre las formas del gotelé de mi habitación. También abandono Babia
y Las Musarañas hasta nuevo aviso.
Y ahora si, por fin... “Próxima
parada: Torrelavega”.
A vivir la vida.
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