viernes, 31 de enero de 2014

Fin de exámenes

Qué sensación, ¿no?

Algo parecido a llevar un mes atascada en la punta más alta de una montaña rusa, con el miedo y la tensión metidos en el cuerpo, con un nudo en el estómago y solo pensando en eso, como si el resto del mundo se paralizase. Los minutos son horas, y aunque ves pasar los días, parece que nunca va a llegar el momento en que la atracción vuelva a arrancar y bajes esa cuesta hasta llegar a la placidez.

Llevo más o menos treinta días entre papeles y libros, con los ojos inyectados en sangre de tanto rotulador fosforito (soy de las que no discrepo a la hora de subrayar), invirtiendo aproximadamente cinco horas al día en examinar el vuelo de las moscas, en imaginar mi vida perfecta, en dar paseos por Babia o de excursión en Las Musarañas. Treinta días en los que todo cuanto echaban en la tele me parecía super cautivador, por el único motivo de no poder verlo.

También es muy típico de esta época lo de quedar para ir a la biblioteca a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente avisar desde la cama que mejor estudio en casa, que ahí fuera hace mucho frío y que me concentro mejor en mi habitación (y si es con siesta cada tema y medio, mucho mejor).



Sin embargo, no todo ha sido tan horrible. También he tenido mis tardes de descansos eternos, mucho más amenos cuando hay estrés de por medio, en los que se organizan mil y pico planes “para después de exámenes” que luego pasan a mejor vida. O mis ratos de risas máximas mientras comparaba apuntes con mis amigas y siempre había alguna lumbreras que le echaba creatividad al asunto inventándose media lección. Eh, y qué decir de lo que rebosa el bolsillo el día treinta y uno tras un mes de clausura porque no, salir no es gratis.

En fin, todo eso ya ha acabado, y ahora estoy aquí, sentada en un eterno tren Madrid-Santander con la única pretensión de llegar a mi casa y hacer el vago hasta que mi dignidad diga basta. Acostarme a las tres de la mañana y levantarme a la una del mediodía, estilo de vida que mi padre ha bautizado como “la vida del chon” (del cerdo, para los no cántabros).

Así pues, cierro los libros y, con ellos, aparco hasta junio mi estudio sobre las formas del gotelé de mi habitación. También abandono Babia y Las Musarañas hasta nuevo aviso.

Y ahora si, por fin... “Próxima parada: Torrelavega”.

A vivir la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario