No hace falta tener diez años
para adorar la Navidad. Tengo veinte y cuantos más diciembres pasan más enana
creo que soy cuando llega esta época. Las luces, los villancicos, la gente por
la calle, las reuniones familiares, los regalos y el turrón. Si esto no te
gusta, sé sabedor o sabedora de lo raro o rara que eres.
Por mi parte, después de tres
mesecitos ricos pasando por casa no más de dos o tres días en los que no me da
tiempo a llegar que ya estoy de nuevo sentada en el Alvia, viviendo en un
colegio mayor con una habitación de escasos diez metros cuadrados y un baño
donde giras sobre ti misma para llegar a la ducha, al lavabo o al váter (moverte
más en ese baño es una utopía), hace falta un poco de casa. Llamadme rara, pero
a mí por lo menos el cuerpo me pedía a gritos una sesión de sofá, manta y mando
a distancia, un poco de mamá, un domingo de monopoly y una temporadita como
reinona de la casa. Si, la verdad es que vengo poco, pero cuando vengo solo me
falta una campanita y un maromazo abanicándome.
Dejando a un lado las
alucinaciones y volviendo al meollo, o cogollo, del asunto en cuestión, no veía
la hora de pegarme como una lapa a las sábanas de borreguito sobre el
viscolatex de dos metros de largo y dormir estirada sin que los dedillos de los
pies asomen por fuera del colchón. Madre mía, qué placer.
Eh! Pero no hay que olvidar (oh
Dios, por qué) que la Navidad también es tiempo de estudiar, o por lo menos, de
ir organizando la tragedia estudiantil de finales de enero, que luego pasa lo
que pasa y viene Paco con las rebajas montado en el toro que siempre nos pilla.
Y si a ti éste no te coge será que perteneces al género humano antes mencionado
al que tampoco le gustan los regalos, las luces y la gente por la calle.
Igualmente, es un pecado, un delito y una perversidad no mencionar las comidas y las cenas, en las que engulles con los ojos aún cuando el estómago dice basta y te pide y te suplica que por favor dejes el turrón para el de al lado, que ya ha sido suficiente por hoy y que has tocado fondo. Y claro, luego vienen las vueltas en la cama, los siete males y los botones del pantalón desabrochados al sentarte en algún lado más de cinco minutos.
Bien, cada día va quedando menos
para volver a la capi, a las prisas y a los mil semáforos. A la chabola de 3x5
metros, al camastro y a la comida de residencia. A la universidad, a las tardes
de trabajos en grupo y a la biblioteca de la facultad.
Por eso, es bueno aprovechar este
tiempo para cargar las pilas y, así, regresar a Madrid con menos ganas de
volver a casa.